Los pájaros ya habían comenzado a trinar melódicamente,
dando aviso de la inminencia de la llegada del sol, cálido y esperado. Y el
lobo lo entendió: el momento de moverse había llegado.
El grisáceo lupino, desprovisto de familia, huérfano desde
su mismo nacimiento, emprendió su viaje hacia cualquier lugar, puesto que poco
importa la dirección del vagabundo. Como criatura errante y solitaria, evitó el
contacto con otros animales, salvo con aquellos a los que quería deshuesar
colmillada a colmillada.
Tanto “endocentrismo” tan solo sirvió al joven cachorro para
perfilar una actitud hosca y amargada; triste y desesperada.
Esa sensación de soledad lo impulsó a caminar más lejos,
como si el horizonte guardase un tesoro que llenaría el vacío que sentía. Sin
embargo, lo que el lobo no sabía era que el último de su especie en todo el
continente no era otro que él mismo. Nunca vería a un semejante, nunca
descansaría junto a otro lobo.
Con el paso del tiempo, su ansia de búsqueda se tornó en apatía. ¡Maldita abulia con la que te cebas, lobo gris! Que no hizo más que procrastinar a tal punto que su labor no era otra más que la de subsistir. Devorar y pernoctar. Tragar sin gusto y dormir sin sueños.
Con el paso del tiempo, su ansia de búsqueda se tornó en apatía. ¡Maldita abulia con la que te cebas, lobo gris! Que no hizo más que procrastinar a tal punto que su labor no era otra más que la de subsistir. Devorar y pernoctar. Tragar sin gusto y dormir sin sueños.
Semejante apatía, que alteró el pelaje del lobo para
convertirlo en el negro más profundo, removió por dentro a un cuervo que
empatizó con él. Él también, último de su especie.
―Lobo gris que pareces negro, ¿se puede saber qué te impide
vivir? ―el
canino no se molestó en mirarlo, permaneció inmóvil, tirado en el suelo, sin
absolutamente ganas de nada.
Al día siguiente volvió a revolotear el cuervo sobre el abatido animal.
―¿Qué te impide vivir?
El lobo lo volvió a ignorar. Así, sucesivamente, día tras día sin
cambiar lo más mínimo su actitud hacia el aleteante cuervo de azabache.
El tiempo siguió transcurriendo.
Un día, el cielo, como era habitual, estaba pintado con un
color pastel purpúreo. Era el testimonio de la llegada del amanecer,
indiferente y monótono. Y el lobo no se percató, tal era su dejadez que no
prestaba atención a nada.
Los pájaros… ya no cantaban, aquel día el silencio acogía el
arribo del astro rey, abrasador y regio. Y el lobo no reparó en la ausencia de
las aves. Permaneció en letargo hasta que el cuervo apareció. Sus palabras lo
asustaron, le despertaron en alerta y desquiciado. El lobo negro, cansado de la
vida, se abalanzó sobre el ave.
El cuervo se burló de la muerte y voló alto hasta posarse en una
rama. Lejos de las fauces del animal furioso, le inquirió una vez más qué era
lo que le retenía. “Ser el único”, contestó sin pensar.
―¡Ajá! ―se mofo el cuervo desde las alturas―. Pues bien equivocado
estás, porque aquí todos éramos únicos, y todos menos tú hemos sabido encontrar
una vida en este lugar. No obstante, te has dedicado al genocidio y te has
zampado a los últimos de cada especie. Solo quedamos tú y yo.
El lobo, que siempre había estado preocupado por su situación, no
se había dado cuenta de que todos estaban como él, en soledad. Sin embargo,
mientras él se había afanado en ir de un lado a otro buscando a los suyos, el
resto de animales habían optado por relacionarse con otros huérfanos ajenos a
su familia.
―¿Ahora lo entiendes? Has terminado con todos cuanto te rodeaban y
ahora conocerás la auténtica soledad. Ya no habrá comadreja alguna que te
distraiga con su pillería, ni música que escuchar de los pájaros, ni
conversaciones que entablar conmigo. Yo me voy, bien lejos donde tu locura no
arrastre a mis futuros amigos. ¡Tú que nos despreciaste a todos! Vaga, lobito,
vaga eternamente, porque no te mereces mi atención ―Y sin más quebraderos de
cabeza el cuervo alzó el vuelo para no volver a ver jamás al lobo negro.
El joven lobo recorrió grandes distancias con la intención de
recuperar lo que ya tuvo una vez: compañía. Quizá no fueran otros lobos, pero
los animales siempre le habían proporcionado algo: cordura y apoyo.
Trotó durante leguas, bajo el sol y la luna, eterno errante que
finalmente dio con un animal extraño. Una jovencita humana que cargaba con una
cesta llena de manjares. Su instinto y costumbre le impulsaron a devorarla,
pero entonces recordó las palabras del cuervo.
Quiso cambiar y decidió hacerlo. El lobo se presentó en medio del
camino, gris de nuevo. La chica, se retiró la caperuza roja y lo examino con
temor, pero no atisbó ferocidad en el animal, sino necesidad. Una tremenda
necesidad de compañía.
Al principio fue una convivencia dura, en la que resultaba
complicado acercarse el uno al otro sin cierto miedo. “Pero mereció la pena”,
pensó el lobo gris, que transformó su pelaje en tonos blanquecinos.
Así, los lobos y los hombres formaron familia. Domesticados, con
el paso del tiempo, se transformaron en perros que heredaron el terrible
sentimiento de pertenencia que necesitaba el lobo gris. Por eso, todos los de
su clase, leales como ningún otro animal, tratan de imitar la relación del lobo
con la chica y tratan a los seres humanos como a uno más de la manada; porque
el lobo aprendió la lección: que para vivir no le hacía falta encontrar a un
igual, sino encontrar a alguien que lo aceptase.

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